Sueños de Trenes, del injustamente poco reconocido norteamericano   Dennis Johnson, es una invitación -disfrazada de novela corta- a adentrarse en lo monstruoso que subyace a lo cotidiano. La narración nos interna en una comunidad rural del noroeste de los Estados Unidos y la existencia de un jornalero llamado Robert Grainer. La rusticidad demoledora de la prosa limpia y pulida del autor norteamericano nos induce desde un primer momento a una atmósfera de extrañeza a la que nos vemos  arrastrados poco a poco, casi sin percibirlo.

Desde el inicio del relato, no encontramos rastro de sentimentalismos en la voz omnisciente que, focalizada en el protagonista rendirá homenaje a la afirmación de Terry Eagleton: “Indudablemente, los personajes literarios están perfectamente individualizados, y no son imprecisos ni generales; pero todos sus rasgos individuales los elevan a una visión que los arrastran a un indefinido en tanto que devenir demasiado poderoso para ellos”. Ello acaso se refleje en la abulia emocional de un protagonista que, involucrado en cuestión de segundos en un acto criminal y sin conocer al perjudicado, no titubea en dejar morir a su compañero de trabajo. El episodio del casi-asesinato del jornalero chino (¡no es un spoiler!) será la primera pauta acerca de la conducta de Grainier y de toda la comunidad. 

La crudeza de las descripciones del narrador -”para entonces Bob ya estaba esparcido a lo largo de medio kilómetro por el corredor del tren”- denotan un humor negro en que la muerte se presenta con un cinismo incipiente: “…se sentó en el montón de sacos, se quitó el sombrero, se desplomó de lado y se murió”. El estatismo de un Robert que yace ante un cuerpo convaleciente o efectivamente muerto, frente a los cuales no sabrá ‘qué hacer o decir’ se convierte en un leitmotiv de la nouvelle. 

El absurdo será entonces un componente central en el humor de Johnson: desde el episodio en que Grainer debe trasladar a un hombre herido de bala por su propio perro, o los pares de preguntas y respuestas que parecen desencajar al lector por su incongruencia (‘Señor, ¿está usted muerto?- ¿Quién, yo? o en plena declaración de amor: “¿Quiere usted casarse?- ¿Casarme con quién?”). 

“La crudeza de las descripciones del narrador […] denotan un humor negro en que la muerte se presenta con un cinismo incipiente.”

El alemán Wolfang Iser señalaba: “La ficcionalidad literaria puede tomarse como una indicación de que los seres humanos no pueden estar presentes para ellos mismos (…) Si la ficcionalización provee a la humanidad con las posibilidades de la extensión de uno mismo, también expone la diferencia de los seres humanos- nuestra inaccesibilidad fundamental a nosotros mismos (…) Una novela es una investigación sobre lo que es la vida humana dentro de la trampa en que se ha convertido el mundo”. En esa línea, las ensoñaciones en que a menudo se auto-induce Grainer nos remiten al afán humano por la ficcionalización de la realidad, sumido en una soledad que será el pase libre a las alucinaciones diurnas que frecuentemente asolan al jornalero.

Por otro lado, no podemos dejar de hablar de la naturaleza, que -invadiendo la vida de los habitantes con una tranquilidad violenta- funciona casi como un ser animado en el relato. La geografía del pueblo será responsable de numerosas muertes: las ramas son ‘hacedoras de viudas’, los incendios destruyen familias y los inviernos lo congelan todo. En un devenir deleuziano, los animales son disimuladamente humanizados, al tiempo que los hombres hacen gala de un comportamiento que no los aleja mucho del propio de una fiera. Un perro ‘sabe cosas’, a las yeguas pareciera que “no les cayera bien” un personaje… En contraposición, el aullido cotidiano de Grainer junto a  los lobos, un aviador ‘con pinta de mapache’ enseña sus dientes, novias parecen vedadas de la visión y no hablan nunca, Heinz el gasolinero ‘hecha humo casi como si él también fuera un automóvil’ y las viudas se cotizan cual ganado. La temporada de ‘lujuria sensual’ que aumentará las ‘constantes vitales’ del protagonista será el broche de oro de un devenir animal signado por el instinto. 

“En un devenir deleuziano, los animales son disimuladamente humanizados, al tiempo que los hombres hacen gala de un comportamiento que no los aleja mucho del propio de una fiera. “

Esta hibridación humana-animal se encarna finalmente en el personaje de la niña lobo, cuyo carácter no humano se signa en una cara que “parecía no tener vida cuando sus ojos estaban cerrados. Como si la criatura no tuviera más pensamientos que aquello que veía”. Muchos de los personajes deambulantes en los márgenes de la historia reflejan esta inteligencia rústica basada en la percepción inmediata, casi animal. El episodio del ‘trota’ relatando la violación a su sobrina da cuenta de una frialdad y un automatismo que lo perfila como un ser sumido en un instinto bárbaro y en las antípodas de cualquier comportamiento civilizado.

La ‘soledad tranquila’ que mutará progresivamente en existencia ermitaña está narrada con una naturalidad y un temple tal que nos hace preguntarnos desde hace cuánto hemos estado acompañando a un loco sin darnos cuenta. 

“El valle entero parecía reflejar el shock de Grainer”: la naturaleza y lo sobrenatural se entrecruzan constantemente en el relato de un narrador impasible en su estilo. La atmósfera del condado rural nos envuelve en su misterio mientras los carriles del sueño y la realidad se superponen, al igual que el silbido de los trenes a la existencia del jornalero de Johnson.

Camila Besuschio
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Camila Besuschio nació en Buenos Aires en los 90's y hoy se mueve entre España e Inglaterra. Es crítica literaria pero no critica, más bien lee para sentirse más una con el mundo.