Introducción
Cada lectura emprendida es una forma de leernos también a nosotros mismos. A partir de esa afirmación, los antiguos leían tanto lo que venía de antes de ellos como lo que surgía de dentro de sí. La lectura era, por lo tanto, un gesto de devoción, incluso un encuentro con algo superior. La lectura era una vía contemplativa en dirección a la vida. Esto nos lleva a uno de los elementos más incrustados durante el tiempo de vida relacionado con la necesidad de morir.
La muerte en Occidente aún nos asusta. Sin embargo, ¿cómo podemos observar la muerte también como el final de una etapa importante durante la vida? Esta meditación me interpela, pues no creo haber muerto solo simbólicamente; en mí, situaciones reales de la vida se deshicieron para un encuentro inaudito o incluso un desencuentro con las razones de estar vivo. La falta de claridad en algunos momentos, la pregunta aterradora: “¿por qué esta situación me acomete de esta forma?” es una gran interrogación. Me lleva a examinar cuánto el acto de morir es necesariamente una transformación real en todo el plan de hacer de la vida un lugar planeado, donde el encuentro de hecho puede ser vislumbrado de manera simple. Sí, la necesidad de examinar la cuestión por su simplicidad es parte también del acto de morir, pues es allí donde nada más de las cosas materiales posee su aparente estabilidad.
Este breve trabajo parte de la propuesta realizada por Pierre Hadot (2014) sobre un ejercicio acerca de ese examen. No solo en narrativas provenientes de la Filosofía Antigua vemos la muerte bajo ese lente, sino que también encontramos en autores modernos ese debate. Siendo así, escogemos tres autores que debaten la muerte como un pasaje en dirección a otro horizonte de comprensión y lo hacen de manera magistral con sus lúcidos estilos de escritura: Franz Kafka con “La condena”; Lev Tolstói con “La muerte de Iván Ilich”; y Jorge Luis Borges con el cuento “El inmortal”. Tras las presentaciones de los contenidos traídos por ellos, haremos una breve discusión para esclarecer algunos de nuestros descubrimientos sobre la muerte mientras se está vivo.
Morir para ser un escritor

Muchos de nosotros somos tomados por sorpresa con la vida. Al fin y al cabo, los planes montados minuciosamente pueden en algún momento cambiar sin cualquier aviso. Un día se es un mercader, al otro se decide vivir de la escritura. El primer cuento publicado de Kafka, llamado “La condena”, de 1913, trae esa inquietud de los planes, pues el protagonista, Georg, un joven con dificultades de comunicarse con su padre sobre los problemas con una empresa administrada en Rusia. Él debe contar a su padre sobre su compromiso y sobre la necesidad de alejarse de los negocios familiares. Y en este aspecto, el cuento empieza a mostrar muchos problemas, pues el padre, un hombre postrado y enfermo, empieza a vociferar con ímpetu contra el hijo:
“Por eso te encierras en tu escritorio: nadie debe molestar, el señor está —ocupado— solo para que puedas escribir tus cartitas mentirosas a Rusia. Pero felizmente nadie necesita enseñarle al padre a ver al hijo por dentro” (KAFKA, 1998, p. 20).
La situación es humillante para Georg, cuya desautorización del padre se torna espeluznante para quien lee:
“‘Ahora se va a inclinar hacia adelante’, pensó Georg. ‘¡Si se cayera y se rompiera!’ Esa palabra pasó zumbando por su cabeza” (KAFKA, 1998, p. 22).
Una fantasía loca: si el padre muriera naturalmente, Georg no sentiría esa voluntad insana de matarlo. Pero Georg continúa escuchando la desenfrenada avalancha de ofensas de su padre. Y como una locura colectivizada entre padre e hijo, en el desfiladero de la ironía causado por el flagelo de la discusión, vemos:
“—¡Él sabe todo mil veces mejor! —gritó.
—¡Diez mil veces! —dijo Georg para ridiculizar al padre, pero ya en su boca las palabras adquirieron una tonalidad mortalmente seria” (KAFKA, 1998, p. 23).
No, la crueldad no termina cuando uno quiere. Ella tiene su propio rumbo, ensordecedor, en la parte loca entre la opresión y la asimilación de lo que nunca puede ser uno mismo.
“—¿Cuánto tiempo te llevó madurar? Tu madre tuvo que morir, no pudo vivir el día de la alegría, el amigo arruinándose en Rusia —hace tres años ya estaba amarillo de tanto derroche— y en cuanto a mí, ya ves cómo van las cosas. ¡Para eso tienes ojos!
—Entonces estabas acechándome —bramó Georg (…)
—¡Ahora, por lo tanto, sabes lo que existía más allá de ti; hasta aquí solo sabías de ti mismo! En verdad eras un niño inocente, pero más verdaderamente aún eras una persona diabólica. ¡Por eso debes saber ahora: te condeno a muerte por ahogamiento!” (KAFKA, 1998, p. 24).
Ese ímpetu lleva a Georg al frenesí de retirarse del cuarto, ir hacia el puente y, finalmente, morir ahogado. La pregunta que hago es: ¿quién muere allí? Si en vez de sucumbir al padre, la muerte sería realmente una liberación para el nacimiento del escritor Franz Kafka en su cuento inaugural. Su habla sin sonido, algo profundamente judío en su literatura, resuena como el esbozo de la propia actitud. Kafka, al fin, siempre fue el maestro de movimientos casi imperceptibles, inestables, entre cosas reales y fantasiosas, en una Europa tan decadente ya en vísperas de la Primera Guerra Mundial. Movimientos tan sutiles que no entendemos bien hacia qué dirección siguen.
📚 Libro recomendado:
La Condena
Franz Kafka
| Idioma | Español |
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El único sentido de vivir

Para una vida fútil y banal tal vez el mejor remedio sea morir. No una muerte rápida e instantánea, sino tan lenta que la agonía se torne la protagonista de la historia. Es lo que vemos en “La muerte de Iván Ilich”, novela de 1886, donde un hombre joven, funcionario público, que vive su vida sin grandes expectativas, como es esperado para una persona de la clase media rusa. Una vida tan banal como cualquier otra, salvo por un pequeño factor: un dolor en los riñones que no desaparece. El dolor se vuelve poco a poco más punzante, hasta el punto de que Iván va perdiendo la movilidad de su cuerpo. A los cuarenta años ve su vida desvanecerse entre sus manos como si intentara sostener un puñado de arena.
“Y esta conclusión impresionó mórbidamente a Iván Ilich, despertando en él un sentimiento de gran compasión por sí mismo y un profundo rencor contra aquel médico, tan indiferente a una cuestión de tanta importancia” (TOLSTÓI, 2006, p. 38).
El médico solicita un examen, habla poco, pero la mala educación de Iván es evidente. Qué curioso es el egoísmo en ciertos momentos de la vida: esa necesidad de quererlo todo para sí, sin importarse por el resto. Es por esta terapéutica de la humildad que Iván deberá pasar.
“¿Será posible que me haya debilitado tanto mentalmente? —dijo para sí mismo— ¡Tonterías! Es toda una estupidez, no debo entregarme a la hipocondría y, habiendo elegido determinado médico, necesito seguir estrictamente su tratamiento. Así es como voy a actuar. Ahora está todo resuelto” (TOLSTÓI, 2006, p. 41).
Este soliloquio de Iván consigo mismo presenta ese rasgo de desprecio por su condición, una condición de dolor que él no acepta de ninguna manera. El protagonista percibe que el dolor actúa cada vez de forma más devastadora, debilitándolo más y más. El dolor lo acompaña, y con él la vitalidad se va evaporando:
“El caso no está en el ciego, ni en el riñón, sino en la vida y… en la muerte (…) Yo no existiré más, ¿qué existirá entonces? No existirá nada” (TOLSTÓI, 2006, p. 46-47).
Las digresiones están acompañadas por una negación del agotamiento de su vitalidad, pues la muerte a una edad tan joven parece un contrasentido enorme. No tiene ningún sentido y eso aumenta su indignación.
“No podría decirse cómo sucedió esto en el tercer mes de la enfermedad de Iván Ilich, porque esto se dio paso a paso, imperceptiblemente, pero ocurrió que la mujer, la hija, el hijo, los criados, los conocidos, los médicos, y sobre todo él mismo, supieron que todo el interés que él representaba para los demás consistía únicamente en lo siguiente: si no tardaría mucho en desocupar finalmente su lugar, librando a los vivos de la opresión causada por su presencia, y librándose él mismo de sus sufrimientos” (TOLSTÓI, 2006, p. 52).
Vemos entonces la llegada del ayudante de cocina, Guerásim. Él ejerce una figura muy distinta en la historia de Iván, pues lo ayuda a disminuir su sufrimiento, no solo limpiando las cosas, sino cargándolo y dándole más comodidad. Iván Ilich percibe cuánto bien hacía tener a alguien que se entregaba para ayudarlo, una persona simple y bondadosa, ya que los otros a su lado no tenían paciencia con él. Iván Ilich quiere esperanza, aun sabiendo que nada puede hacerse en su cuadro clínico. Entonces, en las últimas páginas de la sección XII de la novela vemos los últimos instantes de Iván. Él siente el horror, pero también siente la necesidad de pedir perdón. Su gesto de perdonar lo libera de los sufrimientos. Deja de cargar la resistencia que lo consumía y encuentra una luz. Su alegría es fascinante a través de las líneas de Tolstói: la alegría de quien finalmente aprendió a vivir con la llegada de la muerte.
📚 Libro recomendado:
La Muerte de Iván Ilitch
Lev Tolstói
| Idioma | Español |
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La tierra de los que no saben morir

El escritor argentino Jorge Luis Borges escribió en su famoso cuento “El inmortal”, publicado en 1949. Borges habla de un soldado romano en busca de la ciudad de los inmortales. Lo que encuentra son vestigios arruinados de lo que fue en otro tiempo una ciudad gloriosa. Todo abandonado por siglos y siglos. Perdido en el flujo de las eras. Una figura fantasmagórica y surrealista, que torna bella la caminata solitaria del soldado. Tal vez él fuera ahora el último hombre en ver la última civilización.
“Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el futuro y de cierto modo compromete a los astros. Mientras perdurar, nadie en el mundo podrá ser valiente o feliz”.
“No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pululaban monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas” (BORGES, 2008, p. 15).
Hasta que un día encuentra a un hombre vestido con andrajos viejos. Un troglodita, sin palabras, un ignorante que ni hablar sabe.
“La humildad y la miseria del troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de La Odisea” (BORGES, 2008, p. 16).
Un hombre-perro, algo tan horripilante de ver como un mendigo hurgando en la basura en las calles de una gran metrópoli. La reflexión es profunda a partir del silencio de Argos:
“Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo; consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de epítetos indeclinables. Así fueron muriendo los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con poderosa lentitud” (BORGES, 2008, p. 17).
La lluvia casi como estandarte lúgubre de una alegría inaudita. Ella muestra cuánto la alegría también se expresa en lágrimas. Y el llamado alto por Argos vino de los labios del soldado, en un mixto de cansancio e indiscernibilidad del laberinto en el que había entrado. El ser casi humano, casi perro, en un desatino inquieto, decide transmitir su mensaje en un esfuerzo de oratoria:
“Entonces, con mansa sorpresa, como si descubriera una cosa perdida y olvidada desde hacía largo tiempo, Argos balbuceó estas palabras: ‘Argos, perro de Ulises’. Y después, sin mirarme tampoco: ‘Este perro echado en el estiércol’”.
Fácilmente aceptamos la realidad, tal vez por intuir que nada es real. Le pregunté qué sabía de La Odisea. La práctica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta.
“Muy poco —dijo—. Menos que el más pobre de los rapsodas. Habrán pasado mil cien años desde que la inventé” (BORGES, 2009, p. 18).
Afinal, ¿qué pueden hacer aquellos que ya son inmortales? Olvidarlo todo. Pero en el fondo nunca pueden olvidar del todo, porque es su esencia. Intentar olvidar parece ser la mejor opción… al menos un paliativo para quienes no lidian con la finitud de la vida. La incapacidad de morir genera el problema de qué hacer si esa muerte no es posible.
“Ser inmortal es insignificante, excepto el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal (…) Doctrinada por un ejército de siglos, la república de hombres inmortales había alcanzado la perfección de la tolerancia y casi del desdén. Sabía que en un plazo infinito a todo hombre le ocurren todas las cosas. Por sus virtudes pasadas o futuras, todo hombre es acreedor de toda bondad, pero también de toda traición, por sus infamias del pasado o del futuro” (BORGES, 2009, p. 19).
Y tal vez aquí Borges sea aquel que coloca el futuro en una ecuación de temor para otros autores. La mirada hacia el futuro también revisa el pasado. Exige del tiempo una comprensión mucho mayor, pues en el futuro también están los sueños y aspiraciones de todos los seres humanos. Hacia el futuro miran nuestros corazones, como heraldos de una esperanza venidera, inmolados en estatuas por haber intentado con sus vidas algo mayor, aunque limitado por el tiempo. El tiempo de Borges es inmortal como lo es el descubrimiento de la tumba del faraón Tutankamón en 1922. Tal vez allí de hecho la inmortalidad también aparezca, como la lectura de los versos de Homero trajo a Argos a la vida.
Conclusión
¿Estamos preparados para morir? No sé si muchos de los que leyeron estas líneas aquí también están vivos, plenos de un saber práctico, contemplado hasta un lugar de exigencia y esfuerzo en el que podremos ver si ya estuvimos vivos o no. En nuestros pensamientos, fruto de características únicas de nuestras formas de vivir, ¿será que nos permitimos la reflexión sobre el lugar de nuestra vida para el conjunto de la civilización? Yo me lo pregunto antes de morir.
Digo civilización, pues si estamos vivos también el sentido de estarlo debe comprender en qué lugar nos encontramos para toda la historia de la humanidad. Al menos así piensa un filósofo despertado por una exigencia ética sobre su corto espacio de existencia en el mundo. Si las ideas deben permanecer eternas, entonces levantar una idea sobre la finitud es, como mínimo, una recreación de todo el tiempo humano en cada uno de nosotros. Ese papel forma parte de la interpelación que me conduzco a creer cada vez más en la reconstitución de toda la realidad al adentrarme en figuras metafísicas supremas. Ellas me interpelan, me acercan a mí mismo, a los sentimientos y pensamientos que ya son mi propia esencia.
El horizonte de las narrativas traídas aquí también es un testimonio mucho mayor de una apreciación sobre nuestro origen. El pensamiento sobre la muerte puede traer la vida con mayor gallardía en vez de temor. Me atrevo a declarar aquí el propio enfrentamiento de la muerte con el adensamiento de la vida en una aventura única con los requisitos de nuestra alma. Solo puede ser así, porque también exigimos en alguna medida no definirnos por la materia, sino por la augusta meditación de las cosas espirituales. Ellas sí son un buen ejercicio para llevarnos hacia nuestro sueño verdadero, como en “La condena” de Kafka. O incluso la necesidad de liberarnos de una vida acomodada, como la de Iván Ilich. Y no menos importante, pese al beneficio de los inmortales, no tardar siglos en mejorarse sin nunca llegar allí. He aquí pequeñas historias y recordatorios de nuestros días.
📚 Libro recomendado:
El Aleph ( Emecé , 1949 )
Jorge Luis Borges
| Editorial | Emecé |
| Fecha de publicación | 1949 |
| Idioma | Español |
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Referencias
Borges, J. L. (2008). El Aleph (D. Arrigucci Jr., Trad.). Companhia das Letras.
Hadot, P. (2014). Ejercicios espirituales y filosofía antigua (F. F. Loque & L. Oliveira, Trads.). É Realizações.
Kafka, F. (1998). La condena / En la colonia penitenciaria (M. Carone, Trad.). Companhia das Letras.
Tolstói, L. (2006). La muerte de Iván Ilich (B. Schnaiderman, Trad.). Editora 34.
Estevan de Negreiros Ketzer
Estevan de Negreiros Ketzer es psicólogo clínico, formado por la Pontificia Universidad Católica de Rio Grande do Sul (PUCRS), en Brasil. Es máster y doctor en Letras por la misma universidad. Fue investigador en los archivos del IMEC, en Francia, en 2015. Actuó como asesor de la Universidad Uniritter en la implementación de la asignatura de Escritura Creativa en 2016. Es investigador del Núcleo de Estudios Judíos (NEJ) de la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG), también en Brasil, y actualmente realiza un posdoctorado en Letras en esta misma institución.
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